viernes, 11 de diciembre de 2009

SOBRE LA TRAICIÓN

Por Jorge H. Sarmiento García



Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, nacido en París en 1754 en el seno una familia aristocrática, fue destinado a la carrera eclesiástica sin vocación (o “llamado” de Dios), viviendo siempre como un sibarita libidinoso, promiscuo y ligero de costumbres.



Se encaramó en la jerarquía clerical elevado en grado considerable por su origen nobiliario, llegando en 1789 a Obispo de Autun.



Fue elegido diputado del clero (representante del estado eclesiástico) en los Estados Generales que convocó Luis XVI en ese mismo año de 1789. Sancionada la Constitución Civil del Clero, que exigía que los curas fueran elegidos por los feligreses, y los obispos por el electorado (aunque no fuese católico), de los 160 obispos de Francia todos menos siete rehusaron prestar juramento y emigraron, pero entre los siete estaba el cojo e inmoral Obispo de Autun.



Como presidente de la Asamblea Constituyente, cargo para el que igualmente fuera electo, apoyó también la nacionalización de los bienes de la Iglesia, no obstante ser desde 1780 agente general del clero encargado de defender los bienes de la Iglesia en Francia. En virtud de tales actitudes fue excomulgado en 1791 por el Papa Pío VI.



Abandonó Francia bajo la dictadura de Robespierre (1792-94), pasando a Inglaterra y a los Estados Unidos. Cuando cayó el sistema del terror por un golpe de Estado, el ex-obispo regresó a Francia, dedicándose desde entonces a la diplomacia, en la que demostró una gran habilidad y capacidad de supervivencia bajo diferentes regímenes políticos.



En efecto, sirvió como ministro de Asuntos Exteriores bajo el régimen del Directorio (1797-99), sin que el acceso al poder de Napoleón le apartase del cargo, en el cual permanecería durante el Consulado y el Imperio. En 1806 fue nombrado príncipe de Benevento, un principado arrebatado a la Iglesia. No obstante, se fue distanciando gradualmente del Emperador y comenzó a conspirar con Fouché (el temible ministro del Interior) contra él, llegando a aconsejar a la vez que a Napoleón al zar Alejandro I de Rusia, con quien Francia había luchado y volvería a hacerlo.



Derrotado Napoleón en 1814 en Leipzig, en marzo los aliados entraron en París. Siendo elegido por el senado presidente del gobierno provisional el 1 de abril de aquel año, firma el armisticio con los aliados, lleva al trono a Luis XVIII y es nombrado ministro de Asuntos Exteriores, representando como tal a Francia en el Congreso de Viena (1815).



Presionado por los ultra-realistas, que no le perdonaban su compromiso con la Revolución, Luis XVIII hizo renunciar a Talleyrand en septiembre de 1815. Pese a todo, siguió siendo miembro de la Cámara de los Pares, apoyó la Revolución de 1830 que llevó al trono a Luis Felipe de Orléans y colaboró con él como embajador en Londres.



Dejó la política en 1834, retirándose a su castillo de Valençay. Se reconcilió con la Iglesia -“Mater et Magistra”- y obtuvo el perdón antes de su muerte, el 17 de mayo de 1838.



Ahora bien, escribe Sebastián Vásquez Bonilla: “¿Solo se traiciona a la patria? Habría entonces que definir ¿qué es una traición? Considero una traición cualquier acto perpetrado aprovechándose de la confianza otorgada por la víctima. Traiciona aquel que engaña a su esposa con la empleada y en su propia casa, aquel que vende un secreto industrial, aquel que mata a su padre por una herencia, así como aquel que no paga un dinero que pidió prestado a un amigo. Traicionan también aquellos sacerdotes que abusan de niños, aquellos educadores que venden exámenes, aquellos médicos que dejan morir a sus pacientes y aquellos policías que hacen uso de su investidura para cometer un delito. Todos ellos tienen algo en común, son despreciables, por no usar otro término. Si la traición está ligada a la cobardía, al engaño, la ambición y la inmoralidad, no debemos extrañarnos que sea un concepto que corrientemente es muy utilizado en la [mala] política, donde es frecuente escuchar a un político llamar a otro traidor”.



Así las cosas, nos parece que, humanamente, este personaje traicionó a su Iglesia, al Emperador y a su Patria, no obstante que algunos de sus defensores, tratando de justificar lo injustificable, pregonen que siempre actuó en defensa de la Francia.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

PALABRAS QUE PERDURAN

Por Jorge H. Sarmiento García


No son pocas las veces en que los grandes hombres escriben o pronuncian palabras que perduran en el tiempo y que resultan aplicables en otras épocas y lugares.


En las elecciones del 5 de julio de 1945, Winston Spencer Churchill, quien prácticamente había conducido a la victoria en la Segunda Guerra Mundial, fue derrotado en las urnas antes de que concluyera la contienda, lo que constituyó una total sorpresa al conocerse el 26 de julio el resultado de las elecciones generales mientras se desarrollaba la Conferencia de Potsdam, pues el hombre que había ganado la guerra acababa de perder las elecciones, presentando esa misma noche su renuncia al rey.



No obstante, Churchill anunció que no se retiraba de la política; no cedió ni la dirección del Partido Conservador, ni la de la oposición en la Cámara de los Comunes. Pero sí renunció a la remuneración como ex primer ministro y a los ingresos como jefe de la oposición.



En su nueva condición, pese a su edad y a sus múltiples actividades familiares y como escritor, conferencista, etc., se ocupaba responsablemente de los asuntos de Estado, manteniéndose informado de todo sin perder para nada su temible elocuencia; y así, por ejemplo, el 4 de octubre de 1947, declaró en la Cámara de los Comunes, acerca de los dirigentes oficialistas: “Estos desgraciados se encuentran en la obscura y desagradable situación de haber prometido bendiciones e impuesto cargas; haber prometido prosperidad y entregado miseria; haber prometido la abolición de la pobreza para, al fin de cuentas, abolir sólo la riqueza; haber alabado tanto su mundo nuevo para, finalmente, sólo destruir el antiguo”.



Por los mismos tiempos, había escrito que “la malevolencia de los malos se vio reforzada por la debilidad de los virtuosos”, evocando “las felices y serenas costumbres, donde todos los asuntos se arreglan para el bien de la mayoría, gracias al sentido común de esa mayoría y después de haber consultado a todos”.


Tras dieciocho meses en el poder, el Partido Laborista cayó, siendo Churchill de nuevo primer ministro el 26 de octubre de 1951, a los setenta y cinco años de edad, cargo que ejerció con notable eficiencia hasta el 5 de abril de 1955, cuando dimitió como primer ministro, aunque continuó como miembro de la Cámara de los Comunes, habiendo dicho en ésta mientras era jefe del gobierno: “Lo que la Nación necesita son varios años de administración estable y tranquila; lo que necesita la Cámara es un período de debate tolerante y constructivo sobre los problemas del momento, sin que cada discurso, del sector que provenga, se vea desnaturalizado por las pasiones de una elección o los preparativos de la siguiente”.